VIAJES POR EUROPA. Fragmento

Publicado en por Fernando Salamanaca Rozzo

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En septiembre Esteban se despertó con la boca seca, después de una noche de copas, de baile, con varios estudiantes de Latinoamérica: José Luís, mexicano, de Chiapas, que estudiaba Derecho; Marta, argentina rosarina, de una sonrisa que iluminaba cualquier espacio; Marilu, chilena amiga de Marta, y varios más, que esa noche comenzaban un nuevo año académico en la gris, rica, burguesa Viena. Cuando despertó Grace musitando le decía a Esteban –“get me, water so please”.

 

Hacía poco que vivían juntos en el apartamento que tenía ella. Dos habitaciones que daban al poniente en invierno y el saliente en junio. “Así, los veranos son menos duros y los inviernos más cálidos” decía siempre Esteban, en una mezcla de español, inglés y  a veces, un balbuceado alemán, para que sus compañeros y visitantes comprendiesen lo astuto de su discernimiento. En la fiesta de anoche, que duró hasta la seis de la mañana del hoy, Esteban celebraba con vallenatos, rancheras y bailando—torpemente—tango, la nueva vida de “arrejuntados” con Grace.

 

En estas duraron hasta el invierno, el primero que vivió Esteban en Europa. Ella lo veía taciturno, solitario, quizás triste. Aunque era bogotano, el contacto con un frío de verdad, de noches largas y días fugaces, no le gustaba. “qué hacemos, le decía a Grace, tomar Ginebra, comer baggets y fumar”. Ella le recordaba que Austria era un lugar para la tristeza, la soledad. “no es para ti, aunque creías lo  contrario”. Lo abrazaba por la espalda envolviéndolo en sus delgados y delicados brazos, buscando su rostro para que sus labios diesen consuelo a sus congojas. Lo colmaba de roces, de caricias, de apretones. Él se dejaba llevar, la miraba. Le parecía atractiva, como cuando la conoció. “leamos, para ver si dejo de ver blanco”. En ese invierno, en las tardes leían a Proust, Mallarmé, Muappassanat. Leía Grace, a veces Esteban, algunas veces en silencio, al tiempo. Se pasaron los días y la primavera despuntaba en el horizonte alpino, mientras comían queso azul fundido y una copa al mediodía.

 

De la soledad, Esteban llegaba a marzo, su cumpleaños, con una vida cómoda: Grace le proporcionaba comodidad, placer, le divertía, lo acompañaba, lo cuidaba, también lo celaba, demasiado, “pero es un precio bajo, igual qué mujer no es así” se decía. Pasado los días  de exámenes, cambiaron un cheque que le habían enviado desde Colombia los papás de Esteban. 200 euros, con los que fueron a París, caminaron por Saint Michell, por el barrio Latino, por los museos. En el tren internacional, pasaban las noches leyendo y durmiendo. Roma, Florencia, Bruselas, Copenhague, Montpellier. Visitaron muchas ciudades, caminaron por la Plaza de San Marco en Roma, iban de la mano, por la abigarrada calle des-Lux, de Charmeneé, en Bruselas.

 

No tenía porqué volver a Colombia, quizás para visitar a sus padres. Pero estaban ocupados, con los asuntos de la primera vejez, los hijos, amigos, nietos. “¿Para ver a Helena?, ¿sería necesario?”. Sabía que ella no lo esperaba, ni lo deseaba. Hablaban al comienzo de la estadía, mucho, con la emoción de la voz amada, después con resignación y, ya tras meses, con la pausa de silencios y monosílabos desgastados. Recordaba que Helena le confesó su “infidelidad” con “un tal Luís”, que no conocía, no le ponía ninguna cara, no por miedo o celos, sino por simple inocuidad de semejante actividad. “para qué pensar en necesidades que no son mías”. Algunas noches, pensaba en ella, como un recuerdo lejano. Se reía de los planes de verse en Londres, en un supuesto viaje que haría ella en la primavera. Repasaba los signos de sus cartas, de sus labios, de su voz. Que lejana, no era indiferente. Algunas veces el sentimiento de culpa, de la angustiosa fatalidad del destino, no lo dejaba dormir.

 

 De vuelta a Viena con Grace, llegaron con algunos regalos, con lo poco o nada que les había dejado un mes de ires y venires por hostales, cafés, kebaks y vino tinto frío. Recogieron la correspondencia en la portada, en la que un joven napolitano, de mirada triste y manos secas, les decía las recomendaciones del arrendatario para la temporada. Abrieron las cortinas, lavaron aquí, arreglaron allá. Y durmieron hasta la vespertina. Después, se alistaron para visitar la familia de Grace. En realidad se trataba de una tía que vivía en sant. Der, Gugeeemem. Un barrio tradicional de la ciudad, de señoras con carro y hombres apresurados por el trabajo. Cataline Od+++++. Soltera, lo miró de reojo, de arriba abajo por un instante. Después le sonrió y dio la mano “sea, vou pelase, avec l´habitione”. Mientras abrazaba y besaba a Grace, con frases en francés, que no comprendía bien. Cenaron vegetales fríos, vino blanco y un queso nauseabundo, Esteban permaneció sin hablar mucho en la comida de la tía. Una vieja actriz de teatro y en la juventud, cantante secundaria de opera. Que con los años terminó por no ir a ninguna función, sólo a cine y conciertos de Mozart, que se ofrecían en teatros aniquilados. Sobre las dos de la mañana Regresaron al apartamento en el trastabillado auto de tía Cataline. Con un beso en la mejilla se despidió de Esteban, que bajo del auto apresurado por el sueño. Grace se demoró un tanto, mientras tía Cataline le hablaba y daba un poco de dinero.

 

Un poco melancólico, taciturno, sobretodo cansado por el viaje y la comida sin alegría, Esteban se fue a descansar. Aquella visita le recordó por fugaces momentos su soledad, no sólo de extranjero, sino de estudiante, de hijo, de hermano. De amigo. Pensaba en todos, en su pasado de Bogotá con Helena. Pensaba en qué haría ella. Si acaso lo recordaba, no con amor, ni siquiera con afecto. Le dolía la vez que, muerto de nervios por la sustentación de grado de su tesis, ella le confesó su encuentro con Luís. Asintiendo la cabeza, no la reprochó, al contrario, le dio gracias por su sinceridad. Por su gallardía y valor. Aunque no era el mejor día, se sintió aliviado, al saber que su falta era compartida, por quien creía su víctima, y que incluso, ella, Grace, era, al fin, su compañera, no su amiga, ni su vecina, como a veces la contaba a su familia y a Helena. Ese día se liberó de su miedo a hablar en inglés en público, y de su fuero privado. Sonreía, con un dejo de victoria robada, mal lograda. Pero que le había quitado una carga de fustigamiento tenaz. A veces, se sentía acongojado, en otras, alegre. No era estable, lo único semejante eran su carrera y su rubia lectora.

 

De pronto sintió  como una corriente de aire tibio, el respirar lento de Grace. Que intentaba abrazarlo dormida. Eso lo sacaba de reflexionas nocturnas, que lo llevaban a sus brazos. Siempre hacía ella. Porque aún los celos, el español mal hablado y peor escrito, de las escenas, del frío, de su soledad acompañada, que era la soledad “de los de acá”, del pan duro y el café negro. Aún a pesar de su miedo, su sinceridad alocada, de sus lecturas compartidas. Grace le daba lo que nadie le dio, ni nunca sintió: complicidad. Esa que comenzó con un mal café, y que sin apostar un céntimo, lo envolvió, lo acompañó. Lo sedujo con palabras entrecortadas pero entendibles, con abrazos, con besos, con piel. Se acompañaron des de aquel día de septiembre, ya fuese leyendo, bailando, caminando de la mano, o sin hablarse. Esteban no encontró sino en Austria, en ese apartamento, con esa rubia delgada, el sencillo placer de la compañía. De la verdadera camaradería de dos.

 

 

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C
<br /> me encanta... vas muy bien<br /> <br /> <br />
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