FRIDA Y DIEGO

Publicado en por Fernando Salamanaca Rozzo

 frida-y-diego.jpgAhí está, Diego Rivera dando el último beso, al igual que el adiós a Frida Khalo, Frida como la conocemos más acá, en estas tierras alejadas de lo que ella sentía como la no civilización. Friducha, le decía él, al igual que sus hermanas. Frida está muerta, ha dejado este mundo—para ella lleno de sufrimiento y dolor—hace poco, no muchos días. En su pecho el martillo y la hoz,  símbolo del aquel entonces sueño de un mundo, de una sociedad socialista, de un país: México, conducido por el partido de la Revolución, que no se asemeja al de la igualdad del proletario y de la interpretación de Marx en su obra El Capital, del filosofo Trosky y el político de Lenin; sino que se aproxima más, al sueño zapatista de un campesino dueño de su tierra, de un pueblo indígena reposando sus días en resguardos, de un sueño, una lucha que hacía cuarenta años había emprendido el bien intencionado, pero al final asesinado Madero. En 1910 inicia la  primera revolución del siglo XX—un siglo lleno de revoluciones y sobretodo, de intentos de asfixiarla y eliminarla--, en un país alejado del mundo, ignorado e ignorante. Con una marcada ascendencia indígena, y un pasado lleno de tragedias y dichas, de lucha, de sacrificios sin par. Un país que reflejaba el continente, del que es uno de los más representativos. México, vio nacer la Revolución hace cien años, fecha en la que Frida nació, y días de bohemia y estudio en París de Diego Rivera, impregnado de las vanguardias artísticas. Y esa es la historia, esta foto, con el cuerpo yaciente de Frida y la pesadumbre dolorosa de Diego, uno como otro, un universo inmenso y complejo. Es 1954, junio para ser exactos.  México, de la mano del PRI crecía, en su industria, en su ideario político, en su orgullo.

 

Frida muerta, no sin antes sufrir la amputación de su pierna izquierda hacía un año, de múltiples operaciones y de padecimientos. Tantos como puede imaginarse, y esa fue siempre su vida: una relación cercana, vital con el dolor. Físico y espiritual. El primero como consecuencia de su accidente en 1925, cuando tenía 17 años. El segundo, que vino—incluso antes—con su relación con Diego Rivera. De los dos, según la conocida frase de Frida, Diego fue el peor. Lo fue, por su irremediable infidelidad. Que golpeaba a Frida, auque ella lo disimulase en su dolor cotidiano fisico. Los viajes, las escapadas de Diego Rivera, fueron oportunidades para hacer de las suyas. Se puede decir, que a cambio de su falta, le fue siempre leal, en su vida, como compañero, amigo, esposo, en fin, como ser humano. Se puede ser infiel sin ser desleal, esa es la pregunta que está en el fondo de esta foto. Y sin embargo, el único consuelo de Frida, unos instantes antes de fallecer, fue, hacerlo, o ya no alargarlo más, en brazos de su amado, de su esposo. No de su Diego, pues ella siempre lo supo: Diego no era de nadie, más que sí mismo. Pero ahí estaba, allí la acompañó, en los últimos días, cuando incluso le confesaría a íntimos amigos, deseó matarle para evitar que sufriera más. Pero no fue así, aunque lo hubiese hecho, él no le había dado el golpe final, pero sí las punzadas que muchas veces la derrumbaron.

 

Su vestido, de colores, bordado en los bordes con hilos de Oaxaca, de indígenas aledaños de Gualadajara. Su peinado, arrastrado hacia atrás, hirsuto y empuñado en una maraña bien organizada. Sus rasgos, que dejaban ver la herencia de su madre, mexicana, en vez de su padre, judío alemán, aventurero que llegó al continente sin saber cómo hablarlo, no conociéndolo mas que en algunas fotos y rumores de calle europeos. Su orgullo indígena, de su país, la llevó a vestirse siempre con XXX y XXXX, usados por los indígenas que habitaban en el DF. Esta tendencia, que de niña se manifestaba, nunca la abandonó, incluso en su periplo por Europa, en 1950, fue visto como extraño, excéntrico por muchos franceses y europeos. Que no entendían cómo un latinoamericano no se vestía—o intentaba hacerlo, generalmente sin acierto—como ellos: frac, trajes oscuros, sombrero de ala ancha y de bastón negro. De camisas de algodón, blancas, para el verano, de abrigos de piel para el invierno. La única que admiró su, digamos estilo, fue otra rebelde y mal entendida, la parisiense Coco Channel. Y aunque nunca llevó su admiración a su estudio en la Rue de Saint Michel, cerca del barrio Latino. Sí dejo muestra de su admiración por aquella mexicana, artista, fuerte y frágil como una flor. Europa, dejó muchas cosas: exposiciones, banquetes, regalos, amantes, compañeras furtivas, gloria, dinero. Pero esto se zanjaba, se oscurecía con la ausencia de Diego, por aquellos días de retiro, en el desierto—no hablo de paisaje—de Los Ángeles.  

 

A su regreso, continuaría su dolor, su sufrimiento, su desdicha. Pero no regresaría a las calles frías y alumbradas de París, ni a su cafés, ni a ningún sitio que no le hiciese sentir como en casa. En su casa que siempre fue México. Y así ocurrió, esta foto fue tomada en el gran DF—desde aquel tiempo ya, con el apocope de gran--, en su casa roja, tan visitada hoy por curiosos, visitantes y gentes de allí mismo. Esa es, o fue, mejor decía será, la última instantánea de Diego y Frida juntos, aunque la muerte se hubiese interpuesto, o mejor sería decir, ayudado para este final. Para esta foto. Parecida a la pieta de Miguel ángel, en la que se combina magistralmente la fuerza viva y la muerta. Esta no es una obra de arte, aunque de ella se pudiese hacer una, muchas. Es una obra, de arte y única, de dos seres que hicieron muchas. Es una suerte de final, de un cuadro que no se pinta, pero cuya imagen nunca deja de verse. Una foto para la posteridad, de Diego sin Frida, y de Frida sin ella misma, como tanto lo quiso.

 

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